A mis amigos Marcela Cuevas y Jorge Suris, por tener
siempre esa alegría que contagia y por pedirme bonus track.

Finalmente me arrepentí de haber hecho aquel viaje. La idea había sido mía, así que no podía culpar a nadie. Tomé la decisión de ir a Trinidad casi por orgullo nacional. Durante los cuatro meses que estuve en España, fueron muchas las personas que conocí que habían visitado Cuba. Todas habían pasado por esa ciudad y habían quedado maravilladas. Me daba vergüenza no conocer un lugar así de famoso en mi país. Era completamente absurdo avergonzarme por eso, ya lo sé. Pienso ahora que mi vergüenza tenía un componente de rebeldía. No quería explicarle a cada uno de mis eventuales interlocutores que ganando 25 dólares al mes era muy difícil hacer viajes de ocio. Ya en el avión de regreso empecé a fantasear un viaje que no imaginé iba a desatar tantos demonios.




Barcelona no es una ciudad barata y mi beca no era demasiado buena, no obstante logré ahorrar unos 700 euros. Después de tantos días afuera, me dije que con el dinero ahorrado no quería comprarme nada, ni arreglar la pila del baño, ni pintar la casa. Ese dinero quería disfrutarlo, viajarlo, comérmelo, tomármelo, bailarlo. Se lo dije a Gustavo, le pareció bien. Le propuse el viaje a Trinidad y también le pareció fantástico.

Como corresponde a un lugar muy turístico, Trinidad es cara. Al menos para los estándares de Cuba. Incluso con mis euros ahorrados me parecía mucho pagar 25 CUC cada noche por una habitación. Una amiga sabía de una casa donde solo le alquilaban a cubanos y nos cobrarían 10. Estaba bien. Reservamos por teléfono, y al llegar a la terminal de ómnibus partimos caminando. Era cerca. Por el camino nos iban ofreciendo habitaciones de alquiler una y otra vez. Nosotros les decíamos que no con una sonrisa triunfal de ya reservados.

El día estaba hermoso: soleado, luminoso, sin mucho calor. Nosotros también estábamos radiantes.  Felices de hacer un viaje romántico después de varios meses de extrañarnos. Las callecitas empedradas, los tejados dorados por el sol mañanero, las bellas casas coloniales, cooperaban con nuestro ánimo. Todo parecía mágico allí. No había tráfico alguno por las calles adoquinadas, ni basura en las esquinas, ni gente estresada corriendo a su trabajo.

  Al llegar a la casa el dueño nos esperaba sonriente. Nos indicó la escalera por donde debíamos subir a la habitación y me dio las llaves. Yo fui alante mientras Gustavo tomaba agua y charlaba con el señor. Giré la llave, entré y miré con agrado las camas tendidas, la habitación limpia y olorosa, las toallas dobladas sobre la cama, hasta que de repente, ¡chan!, ahí estaba el motor de mis desgracias. Grande, robusta, inocultable, justo enfrente a la puerta del baño se podía ver la puerta cerrada con candado de uno de los closets. Los segundos siguientes fueron muy angustiantes para mí. Los minutos a continuación, horribles y humillantes. En los pocos segundos que tardó Gustavo en subir intenté, en vano, encontrar una solución. ¿Y si le decía a Gustavo que no me gustaba el lugar, que buscáramos otro? ¿Y si arrancaba el candado sin que nadie me viera y luego, con discreción, le explicaba al hombre de la casa la situación y le pagaba el daño? ¿Y si ponía delante de la puerta una ropa o mi propio cuerpo para tapar el asunto y tratar de ganar tiempo? Pensaba, pensaba, pensaba, pero cada cosa que se me ocurría me parecía más impracticable que la anterior. Mientras, sentía los pasos de Gustavo y del dueño de casa acercarse por la escalera. Conversaban afablemente cuando entraron a la habitación. Los miré un segundo paralizada desde la cama, luego cerré los ojos y me dispuse a esperar el desenlace. Ni siquiera podía rezar. Soy atea.



A los diez minutos caminábamos nuevamente por las calles adoquinadas con nuestras mochilas a cuestas. Ahora sin la sonrisa triunfal de antes y yo con un encabronamiento bastante espeso. Gustavo evitaba mirarme. Sabía del fuego que encontraría en mis ojos. No hablábamos. Caminábamos sin rumbo, uno al lado del otro, Gustavo un par de pasos adelante.

La escena había sido muy desagradable. El señor de la casa empezó a comentarnos de la habitación, el agua caliente, el agua fría, el aire acondicionado, y vi claramente el momento en que Gustavo descubrió la puerta del candado. Como otras veces, su cara empezó a transfigurarse, a ponerse roja. Aprieta las manos, tamborilea los dedos contra la palma, vuelve a apretar. El señor nos dice que en ese closet guardaba cosas personales y por eso lo dejaba con candado, que teníamos otro suficientemente grande para guardar nuestras cosas. Y ahí Gustavo suelta su andanada. “Ah sí, y qué, ¿nos ve cara de ladrones?, ¿piensa que vamos a robarle sus cosas que tiene que poner un candado?”, decía e iba subiendo el tono de voz. El hombre, totalmente desconcertado, trataba de apaciguarlo. “Oye, socio, pero tranquilo, fíjate que tienes otro closet para que ustedes…”. “Loco, ¿qué otro closet de qué pinga?, ¿qué es lo que quieres ocultar?, a ver, dime, ¿cuál es el misterio?”, ya gritando. Todo calcado a las veces anteriores, lo cual no me tranquilizaba en lo más mínimo. “Oye, socio, pérate un momento, me parece que te estás pasando un poco”, el hombre también empezó a subir la voz. “Pero dime qué coño tiene que hacer un candado aquí, mi hermano, a ver si yo entiendo”, Gustavo agarra el candado y lo zarandea, lo tira contra la madera del armario. La situación es muy tensa. Abajo, en el borde de la escalera, veo a una señora que debe ser la esposa del hombre y una anciana. Ambas miran la escena espantadas. “Oye, compadre, pero, ¿qué es lo que te pasa a ti?, si no te gusta te vas pa´l carajo”. En ese instante imaginé que el hombre sacaba un machete y nos caía a machetazos a los dos. Apenas me he movido. “Te metes tu candado en el culo, mi hermano, ¿cómo tú vas a poner un candado?...”, Gustavo respira alterado, mira al hombre con mucho odio. Tengo que hacer algo, pensé. Me levanté, agarré mi mochila. “Vamos, Gustavo, por favor”, fue lo más que logré decir. Me muero de vergüenza, me pregunto cómo es posible que esté pasando yo por esto.


Seguimos caminando y de nuevo nos ofrecen alojamiento en cada esquina. Todos piensan que somos extranjeros. “¿Argentina, España?”, nos preguntan sonrientes. Ninguno de los dos atina a decir nada. Negamos con la cabeza y seguimos caminando no se sabe a dónde. Me gustaría saber en qué carajos piensa ahora Gustavo. Yo tengo clavada en la mente la cara de la viejita. Antes de salir pedí disculpas a las dos mujeres. Lo dije muy bajito. No sé si lo habrán escuchado.

Unas cuadras después empezamos a preguntar a los que nos ofrecen alojamiento. Discutimos precios con ellos. Discutimos entre nosotros. Finalmente logramos que nos dejen una habitación en 20 CUC por noche. Mientras caminamos al nuevo alojamiento me aterra la idea de que también haya allí un armario con candado. Tengo ganas de preguntarle a Gustavo si sería capaz de armar otro show tan desagradable como el anterior. No puedo. No quiero dirigirle la palabra. A su vez pienso que él lo sufre más que yo. Que no lo puede controlar. Llegamos. Por suerte en la nueva habitación no hay nada inquietante.




Hace dos años salí por primera vez de Cuba. En ese primer viaje la estancia de investigación de mi beca de doctorado fue en Madrid. El impacto del primer mundo es fuerte. Carros modernos, avenidas anchas, el metro, las tiendas, las luces y una infinidad de cosas difíciles de transportar a palabras. Para un cubano hay un elemento adicional de fascinación: internet con alta velocidad. Poder ver videos online, buscar en la red lo que te dé la gana, obtener miles de resultados en un segundo y demás maravillas generan un relación pegajosa con la maldita pantalla de la PC. Creo que mis resultados de investigación no fueron muy alentadores en el primer mes de trabajo. Debo haber pasado muchas horas conversando con Google et al., y no precisamente por cosas de trabajo. Por ejemplo, concatenar un video de YouTube con otro puede ser un ejercicio interminable para alguien curioso y ávido de información que ha estado demasiado tiempo sin internet en serio.

En esa fecha ya había tenido un par de episodios con Gustavo e incluí el asunto en mis pesquisas de información. Se me ocurrió que a alguien le tendría que haber pasado algo similar. El mundo era demasiado ancho como para que ese extraño proceder se manifestara solamente en mi Gustavo. En las primeras búsquedas no salió nada, pero soy insistente, así que después de bucear un rato en extrañas páginas de internet, tuve las primeras novedades sobre el síndrome conocido como clausumfobia. Cuando leí su descripción en una página web noruega casi me caigo para atrás. Mencionaba las evasivas de los afectados a tratar el tema una vez terminado el episodio, los cambios abruptos de estado de ánimo, el comportamiento crispado de las manos, la agresividad como respuesta al temor característico de las fobias y otros detalles que calzaban a la perfección con lo que le pasaba a Gustavo. De todas maneras no logré encontrar muchas más fuentes sobre el tema. Le conté a Marina, una colombiana muy simpática con la que compartía cuarto. Recuerdo que me dijo: “Lamento decepcionarte, pero eso de que en internet está todo es un mito. Vete a bibliotecas, marica”.

Las bibliotecarias me miraban como si fuera un dinosaurio cuando les preguntaba si tenían algún libro que hablara de clausumfobia. “¿De claustrofobia, quieres decir?”, y terminaban dándome libros que hablaban sobre fobias comunes donde decía siempre esencialmente lo mismo, y por supuesto no mencionaban “la mía”. Valoré irme hasta Noruega e intentar entrevistarme con las psicóloga que aparecía mencionada en aquella página web, pero el plan era demasiado delirante. Regresé a Cuba sin mucha más información.


Poco tiempo después de ese viaje nos fuimos con su familia a una casa en Guanabo. Un día salimos a hacer unas compras y a la vuelta pasamos por la casa donde estaban alquilados unos amigos de la familia. Gustavo se había ido a correr por la playa y su hermana y el novio habían quedado en la casa, así que me fui yo sola son sus padres. Cuando llegamos a la casa de marras, veo que en una esquina de la sala había un closet cerrado con un candado pequeño. Me alegré de que Gustavo no hubiera ido e imaginé con sobresalto la escena que se podría haber armado. Seguimos conversando y tomando café cuando noté que las manos de Hernán, el viejo de Gustavo, se cerraban y se abrían con bastante crispación. Empecé a observarlo y vi cómo pestañaba con muchas más velocidad que la habitual, y que cada cinco o diez segundos miraba hacia la puerta del closet. Cuando apenas habíamos terminado el café el viejo se puso de pie y comenzó a despedirse de forma intempestiva. Le dijo a sus amigos que nos encontráramos al otro día en la playa.

Esa noche, después de cenar, nos sentamos todos a conversar en el portal, tomando unos roncitos y disfrutando la brisa del mar. Poco a poco fueron yéndose a dormir. Quedamos Hernán y yo solos. Siempre he tenido una excelente relación con mi suegro. No fue raro que esa noche nos quedáramos conversando.

Desinhibida por el alcohol, y aún con la escena de hacía un rato en la cabeza me animé a preguntarle al viejo si había escuchado hablar de la clausumfobia. Fue un impulso y estaba casi convencida de que me diría que no tenía ni idea de qué le hablaba. Pero el viejo siempre me sorprendía con su sapiencia. Sonrió con complicidad y vi en sus ojos que conocía bien el tema y que se había dado cuenta de todo.

“Eres observadora, muchacha. Y eso que con los años he aprendido a controlarlo bastante bien”, me dijo. Yo no salía de mi asombro. Hernán continuó hablando. “Imagino que llegaste al asunto por Gustavo. ¿Cuántos episodios ha tenido? ¿Se ha puesto muy agresivo?”, no esperaba esas preguntas. Me dio una vergüenza tremenda. Me debo haber puesto roja como un tomate. Sobre todo por la última pregunta. No sé por qué. Quizás era vergüenza ajena, me apenaba como se podía estar sintiendo el viejo con todo esto. Acaso vergüenza conmigo misma. Porque sí que se ponía agresivo, y yo lo había soportado varias veces. No debí. Tenía que haberlo mandado al carajo la primera o la segunda vez. Es cierto que su violencia no era para conmigo, es verdad que fuera de esos casos nunca era agresivo, pero igual. Mi aquiescencia no me hacía feliz. Todo eso pensaba y a la vez buscaba qué respuestas debía dar a Hernán. Me zampé lo que quedaba de ron en mi vaso. No era poco. El viejo agarró enseguida la botella y nos sirvió a los dos. Su mirada transmitía tranquilidad. No me presionaba, me daba aire, me dejaba pensar un par de minutos, pero esperaba las respuestas.

“Ha tenido varios episodios”, le dije. “Y no, no se ha puesto muy agresivo”, mentí, “pero no es agradable el asunto. Me gustaría saber cómo le empezó esto. Me gustaría poder ayudarlo”, le dije, y me di cuenta de que toda la situación me provocaba una gran tristeza. Sentí ganas de llorar. Hernán quizás lo notó. Me habló con especial dulzura. “Yo no sé mucho de su caso, m’hija. El tema de las evasivas de la clausumfobia es fuerte, a mí me ha costado mucho poder controlarlo, poder incluso hablar conmigo mismo. Imagínate hablarlo con él”, me dijo, se tomó otro trago largo, siguió hablando. “Tampoco sé cómo le empezó el asunto, si habrá tenido algún episodio detonante. A mí me surgió hace muchos años por una vivencia puntual”, dijo enigmático, bebió más ron. “Un momento difícil de mi vida. Una situación que después evolucionó hacia esa repulsión irracional e incontrolable” dijo e hizo una larga pausa. Ambos nos quedamos en silencio durante un par de minutos. Me carcomía la curiosidad pero no me atrevía a pedirle que me contara algo tan íntimo. El viejo volvió a hablar.

“Pasó hace muchos años y debería ser un tema superado en mi vida, pero nunca he dejado de recordarlo. Y sabes, ¿qué?, no se lo he contado a casi nadie en éste mundo. Cuando aquello ocurrió, hace más de treinta años, se lo conté a Joaquín, mi mejor amigo. Murió el año pasado. Desde que el Joaco se fue, siento algo que me quema por dentro, como si esa historia pesara otra vez sobre mis hombros. Es una tontería, es una novelería, pero aunque Joaquín estaba muy flaco, y no podía caminar sin su bastón, y sus rodillas estaban débiles, aunque no lo parecía, era fuerte. Cargaba esa parte de mi historia como el mejor Hércules de barrio. Y ahora… ahora es como si me pesara el doble, casi como hace treinta años”, dijo el viejo y me pareció que le hablaba más al aire que a mí. Otra vez sentí esa vergüenza de estar entrando en un territorio íntimo donde no debía, y al mismo tiempo la curiosidad me picaba en todo el cuerpo. Los dos seguíamos tomando ron. El alcohol lo afloja todo. Eso era bueno. Eso era malo. No sé.



“Hacía días que venía sospechando algo raro. Por supuesto que no eso. No me pasaba por la cabeza que la vieja pudiera hacer algo así. A veces me entra ese sexto sentido que dicen que tienen las mujeres. Cuando me da esa cosa, ese pálpito, trato de no pensar mucho y seguir mi corazonada. Es como no pensar mucho y dejar que la vida hable por sí misma. Hacía varios días que al llegar del trabajo había algo que no me cuadraba en la casa. Nuestra dinámica había cambiado en algo y no me daba cuenta en qué. La cosa es que un día decidí salir antes del trabajo.

Vivíamos entonces en un casita pequeña, no obstante nuestra habitación era bastante amplia. Unos meses atrás habíamos comprado un armario grande de madera para cada uno. De cedro, recuerdo. Mis padres nos habían ayudado a pagarlo. Poco tiempo después de comprarlo, Zoila puso un candado pequeño a una de las puertas del closet. Me dijo que había recuerdos de su madre, de su abuela, de su infancia, algunas joyas heredadas y con historia en la familia. Cosas que le daba mucho miedo perder. Por nuestra casa pasaba mucha gente. Vivíamos con las puertas abiertas. Los vecinos entraban, conversaban, salían. Luego me diría dónde escondería la llave. Le dije que sí y me olvidé del maldito candado. Nunca mencionó otra vez lo de la llave, ni yo le pregunté.

Esa tarde llegué a casa poco después del mediodía. Un rato antes hablé con mi jefe, le dije que no me sentía bien. Me dijo que fuera tranquilo, que descansara, que el próximo día fuera temprano. Era miércoles, recuerdo. Paré como de costumbre en la cafetería que estaba en la esquina del taller. Hablé un par de boberías con el chino mientras tomaba un café y seguí viaje. Al llegar, le metí un grito a la vieja como de costumbre, tiré el sombrero sobre el sofá y fui a la cocina a tomar agua. Zoila salió del cuarto asombrada por mi llegada tan temprano. Le expliqué. Me preguntó si ya había almorzado. Todo parecía normal, igual que siempre. Le dije que no y fui al cuarto a cambiarme. Ella vino detrás de mí con cierta presteza que me pareció extraña. Me estaba quitando la ropa del trabajo …”, el viejo hizo una pausa para tomar aire y darse un trago largo.




Esa noche hablé largo rato con Hernán. Recuerdo que al otro día no podía pensar en otra cosa. Salí a caminar sola por la playa e iba recordando la intensa conversación que sostuvimos. Me di cuenta de que había estado bastante borracha. Cierto humo, cierta niebla espesa y blanca recubría las palabras del viejo en mi memoria. Mientras caminaba por la arena iba viendo una película en mi cabeza. Un film imaginario donde construía escenas a partir de lo escuchado la noche anterior, y tenía que ir agregando, claro, partes de mi imaginación. Ahora pienso que esa mañana aún algo de borrachera tenía. El alcohol que queda en sangre después de una curda larga. Un aletargamiento en la cabeza que hace al tiempo más lento. Recuerdo específicamente cómo construí toda una escena que el viejo no me contó porque no la vio, porque no la vivió, porque a lo sumo podría haberla creado en su cabeza, como hice yo.

No sé por qué, a partir de ese día, cada vez que Gustavo ha tenido un episodio de clausumfobia, me viene esa escena a la cabeza de forma recurrente. Una sucesión de imágenes totalmente inventada por mí. En los días que siguen al suceso, la veo y la veo. Ahora, mientras camino por las calles de Trinidad me pasa otra vez. Tantas veces la recreé, tantas veces vi ese fragmento cinematográfico en mi mente, que en algunos momentos dudo si no fue real. Si el viejo no me contó también aquello esa noche en Guanabo.




Zoila se peina ante el espejo y se pinta apenas los labios. Siente los tres golpes breves en la puerta. Se le tensan todos los músculos. Va a abrir. Hace semanas que repiten éste rito cada martes, pero aún se pone muy nerviosa. No sabe si por lo transgresor de lo que está haciendo, por lo indebido, o por la emoción que le da encontrarse con él. Cuando ella abre, él entra lo más rápido posible. Una vez que cierran la puerta con pestillo, ahí sí se abrazan, se acarician, se miran a los ojos, emocionados.

Ese día él está especialmente juguetón. Hace mucho calor. Está sudado, sofocado por el sol de la calle. Le dice que se bañen juntos. En la manguera. En ese patiecito interior tan lindo que no se ve desde casa de ningún vecino. Ella se niega, le dice que si está loco, y como con casi todas sus peticiones, primero se niega y enseguida lo complace. Se bañan semidesnudos en el patiecito, juegan, se ríen, se besan y siempre hablan en voz muy baja por temor a que alguien los escuche. Se les va el tiempo con el agua y los juegos. Él se tiene que ir corriendo. Se le acaba la hora libre que tiene en el trabajo. Le dice que vuelve mañana, que no puede quedarse con esas ganas toda la semana. Ella le dice que no, que es peligroso verse más de una vez por semana. Luego acepta.

Al día siguiente él aparece a la hora habitual. Todo igual que siempre salvo una pequeña diferencia, es miércoles, un día atravesado. Cuando se saludan ella nota que él está muy resfriado. Los dos se ríen, pícaros, y se besan con la misma intensidad de siempre. Van al cuarto, se abrazan, se tocan, se empiezan a quitar la ropa y poco después sienten el grito de saludo de Hernán desde la puerta de la calle.



Apenas disfruto los paseos por la ciudad. Tengo la cabeza en otro lado. Trinidad es seguramente una ciudad hermosa y sorprendente, pero la belleza siempre depende de por dónde estén las musas de uno. No existe per se, pienso.

Gustavo está más amoroso que nunca. Todo me parece un deja-vu. Siempre que mete la pata se pone así, que es una seda, que todo son cariños, caricias, cortesías. No debo ser injusta, él suele ser cariñoso. Ahora lo es más. Yo intento sonreír ante sus gestos pero se me nota que estoy mal. Sólo quiero caminar y pensar. O más bien sólo puedo. Las escenas me vienen a la cabeza una y otra vez y esa pregunta que me atormenta hace meses.

Caminando y caminando nos hemos alejado de la parte más turística de la ciudad. Yo no puedo parar de caminar y Gustavo me sigue fielmente. En estas calles hay polvo, carros ruidosos y casas ya no tan lindas. Se ven algunas viviendas muy humildes que contrastan con las casas arregladas y pintadas donde se alojan los turistas. Ese contraste abrocha mi tristeza.
Mi mente vuelve a las escenas con Zoila, a la conversación de aquella noche con el viejo. Hernán es un hombre muy correcto. Jamás dice palabrotas. Pero esa noche, mientras me contaba sus desvelos más íntimos, le salió de lo más profundo. “El muy maricón estornudó dentro del closet. Tenía mucho catarro, mucha alergia. No lo pudo evitar”, me dijo.

Pienso que la clausumfobia no tiene cura. Lo decía esa psicóloga noruega que leí en internet y Hernán era la prueba latente. Cómo se contagió Gustavo no lo sé. Quizás, cuando era niño, penetró en su subconsciente ver al padre con esa actitud. Tal vez hay un elemento genético que en un momento de la vida, ante una situación particular, explota. Yo tengo una teoría más peregrina. Su causa de aparición, en una persona con predisposición a la enfermedad, es el machismo. Ese padecimiento ancestral de la civilización. El machismo que enferma la mente del viejo porque no puede concebir que le pase eso cuando seguramente, como me dejó entrever, él estuvo con varias mujeres durante su matrimonio. El machismo que hace que Gustavo deje intempestivamente y sin consultarme el lugar donde nos vamos a quedar. Entonces me vuelve la pregunta que más me atormenta. ¿Será hereditaria esa fobia? ¿Puedo tener un hijo con Gustavo y arriesgarme a inocularle esa cosa?



Pienso que quiero doblar en la próxima esquina y que cada uno siga por su camino. No quiero tener que explicar nada, ni hablar durante horas dándole vueltas al asunto. Que terminar una relación de pareja sea así de sencillo. Tomo por otra calle, tomo otra ruta. Nada más. No quiere decir que no podamos cruzarnos mañana en un parque, o encontrarnos a tomar un café, pero ahora cada uno sigue su camino. Así de fácil. Así me gustaría.            

Daniel Silva Jiménez
La Habana-Buenos Aires / 2015
Categories:

5 comentarios:

  1. Muchas gracias bro. Me gustó mucho el cuento, te dejé un recaído en FB.

    ResponderBorrar
  2. Hola compadre, gracias por llegar a mi blog, aquí acabo de leer este nuevo cuento, como bien me dices, 12 años después. Igual me gustó. Logras contar sin matar el interés, hilvanando la historia principal, con la otra, la que al parecer unes a un experiencia personal por Trinidad (por cierto yo también debo hacer un esfuerzo e ior algún día pero como dices en el cuento con los malos salarios los viajes de ocio son casi imposibles), al menos eso concluyo. Saludos desde Guantánamo.

    ResponderBorrar

Subscribe to RSS Feed Follow me on Twitter!